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El Sacro Imperio Romano Germánico existió, oficialmente, desde 962 hasta 1806 y fue uno de los estados medievales y modernos más grandes de Europa, pero su base de poder fue inestable y constantemente cambiante. El Sacro Imperio no fue un estado unitario sino una confederación de pequeñas y medianas entidades políticas.
Cuando lograba hablar bajo una sola voz, el Emperador era uno de los soberanos más poderosos de Europa, pero la mayoría de las veces los «Estados miembros» tenían intereses distintos o llegaban a entrar en conflicto entre sí.
El Emperador era elegido por un Colegio Imperial, por lo que cada elección traía consigo el riesgo de perder la corona imperial a manos de otra poderosa familia y, para prevenir esto, la dinastía reinante se veía obligada a ofrecer concesiones a los miembros del colegio para conseguir sus votos.
Fueron varias las familias o dinastías que gobernaron el imperio. Desde su creación hasta 1024 fue la dinastía otoniana o sajona la que dirigió los destinos de este imperio formado por Germania, una parte de Francia e Italia. Posteriormente fue la dinastía Salia la que incorporó importantes territorios al imperio (otra parte de Francia y Borgoña). A continuación, alcanzó el poder la dinastía Staufer con la que logró alcanzar su mayor extensión territorial, y ya en el siglo XIII gobernaba desde el sur de la frontera con Dinamarca hasta la isla de Sicilia.
Tras finalizar el poder de la dinastía Staufer se produjo un interregnum de 60 años, hasta 1312, dando lugar a una creciente autonomía de diferentes repúblicas (Venecia, Génova, Pisa y posteriormente Florencia y Milán) que provocaron su separación del resto de estados, llamados «alemanes» o «teutones».
Tras pasar el título imperial por manos de dinastías de Luxemburgo, Baviera y Bohemia, terminó en la de los Habsburgos austríacos, que gobernó el imperio desde 1415 hasta sus últimos días.
En tiempos de este Sacro Imperio, concretamente en 1291, los pobladores de los bosques de las regiones alpinas de Schwyz, Uri y Unterwalden, ubicados en el centro del imperio, firmaron una alianza en la pradera de Rütli, que se convirtió en el documento fundacional de la Confederación («carta federal»). La alianza era, en esencia, muy primitiva y buscaba fortalecer las relaciones económicas y militares entre vecinos, pero ya demostraba la voluntad de asistencia mutua de los diferentes territorios que por cuestiones geográficas no podían gozar de la máxima protección por parte del imperio. A esta primera alianza se fueron uniendo Lucerna, Zúrich y Berna y así hasta ocho cantones (en alemán Acht Orte) consolidando su posición.
Esto fue el primer paso en la construcción de las relaciones federales entre estas regiones de Europa Central, que llegaron hasta la guerra de Suabia, conflicto que enfrentó a los territorios que se habían confederado durante estos dos siglos (XIV y XV) con el emperador Maximiliano I de Habsburgo, quien deseaba atar en corto a estas regiones. Asfixiado militarmente, Maximiliano I tuvo que terminar firmando, el 22 de septiembre de 1499, el Tratado de Basilea, con el que otorgó una cierta independencia de facto a los territorios suizos.
Estos territorios fueron adoptando el topónimo de Schwyz (hoy cantón de Schwyz), uno de los núcleos centrales de la región, para referirse al conjunto de tierras aliadas Este Tratado de Basilea también concedía la independencia a estados en el norte de Italia, con excepción de Venecia y los Estados Pontificios (ya independientes con anterioridad). Los duques de Saboya reconocían la soberanía puramente nominal del Sacro Imperio.
La independencia efectiva de Suiza no fue reconocida jurídicamente hasta siglo y medio después, en 1648, con la firma de la paz de Westfalia que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, que, entre otras muchas consecuencias, supuso el cese del sangriento enfrentamiento entre católicos y protestantes en la Europa continental.
José Emilio Roldán Pascual