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29 DE OCTUBRE DE 1867
Huracán en Santo Tomás, de la isla de Puerto Rico
Si a algo estaban acostumbrados los marinos españoles desde 1492, era a sufrir las consecuencias de los huracanes tropicales, de los cuales ya se ocupaba de prevenir la impecable reglamentación de la Casa de Contratación sevillana; a pesar de lo cual, las calamidades continuaron hasta el final de las posesiones de Ultramar. También conocían, sobradamente, que el marino tiene dos enemigos, uno transitorio, el que su Gobierno le indica, otro permanente: la Mar.
En la fecha de esta efeméride, el cañonero Vasco Núñez de Balboa, sufrió uno de esos devastadores huracanes, por entonces, todavía, no se les bautizaba con nombre propio, cuando permanecía fondeado en el puerto Santo Tomas ubicado en el sur de la isla de Puerto Rico.
Este buque era un vapor de ruedas de 1.221 tns. de desplazamiento, casco de madera, construido en La Carraca y entregado en 1856; artillado con 2 cañones lisos de 20 cm. y cuatro rayados de 16 cm; su máquina de 350 CV de potencia, podía alcanzar hasta 9 nudos de velocidad. Lo mandaba el capitán de fragata Ignacio García de Tudela y tenía una dotación de 147 hombres.
Ese día amaneció achubascado por el Noroeste y al mediodía roló el viento al Norte, bajando el barómetro bruscamente y arreciando el viento de tal forma que a las 13:00 h. había hecho zozobrar o garrear a varios buques que se encontraban en la bahía.
Cómo es normal, cuando el vórtice pasa por encima de la situación en que te encuentras, el viento cesó de soplar repentinamente, pero, media hora más tarde, regresó viniendo del Este y con inusitada furia, varios buques se hundieron y alguno se fue contra la costa.
El Vasco, con toda su arboladura destrozada, los costados obstruidos por jarcia y velamen, sufrió el abordaje de una fragata a la deriva de la que pudo zafarse. Imposibilitado de ponerse en movimiento para tratar de capear ese tiempo, vio su cubierta anegada por el agua de las olas que contra ella chocaban y por el consiguiente aguacero. La escena se convirtió en dantesca, pero, tras dos horas de denodados esfuerzos, el comandante consiguió, al tercer intento, amarrarse a un muerto (boya) y cuando pudo arriar un bote aseguró el buque. En estas faenas se perdieron nueve hombres ahogados, y las pérdidas en material (entre otras cosas: sus dos palos, el bauprés y las amarras) fueron enormes.
El comandante y varios miembros de su dotación recibieron, por su valeroso comportamiento, diversas condecoraciones.
José María Blanco Núñez