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En el siglo II a.C. Roma era la potencia indiscutible del Mediterráneo. Recién derrotada Cartago, al norte de África, los romanos se adentraban cada vez más en la Península Ibérica y gravaban con sus impuestos a las tribus celtíberas de la meseta, pero una ciudad arévaca, Numancia, mantuvo en vilo al Senado durante veinte años de enfrentamientos.
Pero, ¿por qué se convirtió Numancia en un símbolo de la resistencia a Roma? Empecemos por el principio. Segeda, capital de los Belos, pueblo vecino de Numancia, que no cumplía con el envío de soldados para servir en el ejército romano y se negaba a pagar impuestos, decidió fortificarse en el año 153 a.C. lo que fue tomado por los romanos como una provocación y el Senado romano envió al cónsul Quinto Fulvio Nobilior para castigar esta indisciplina (segunda guerra celtíbera, 154 a 151 a.C.). Ante el ataque romano los segedenses corrieron a refugiarse tras los muros de la ciudad arévaca de Numancia, que contaba con una sólida muralla de protección. Los romanos, con un ejército de 30.000 hombres, fueron incapaces de tomar la ciudad y tras su fracaso Fulvio Nobilior comenzó su asedio. En uno de los enfrentamientos entre los romanos y los defensores de la ciudad se produjo el ataque con piedras a los diez elefantes que el rey númida Masinisa había enviado como refuerzo a los romanos, ante esta agresión los animales enloquecieron y sembraron la confusión entre sus propias filas, lo que provocó el contraataque de numantinos y segedenses, siendo las pérdidas romanas de miles de soldados. El 23 de agosto de aquel año pasó a considerarse un día aciago para Roma.
Desde ese momento Numancia fue un «punto negro» en el mapa expansionista de la República. En el año 143 a.C. los celtíberos volvieron a levantarse en armas contra los romanos. Cinco cónsules fracasaron en el intento de conquista de Numancia y los tres siguientes ni siquiera se atrevieron a acometer el asalto.
Finalmente, el Senado decidió enviar, en el 134 a.C., con la finalidad de resolver de manera definitiva el problema de Numancia, a una leyenda viviente, Publio Cornelio Escipión Emiliano, El Africano Menor, célebre destructor de Cartago en el 146 a.C., para el que se hizo una excepción nombrándole cónsul sin haber transcurrido 10 años desde su anterior nombramiento. Más astuto que sus predecesores, Escipión arrasó en primer lugar a los aliados de Numancia, para que la ciudad se quedara sin suministro de provisiones, y, en términos puramente militares, restableció la disciplina militar, impuso un durísimo entrenamiento, expulsó a mercaderes, rameras y adivinos, requisó miles de objetos de lujo a los soldados y obligó a todos, desde soldados a generales, a dormir en el suelo.
Hizo construir, en menos de tres meses, una imponente obra de ingeniería bélica, concebida para que nadie pudiera escapar de Numancia. Para ello rodearon la ciudad con una muralla y un foso de nueve kilómetros de perímetro y, alrededor de esta muralla, se instalaron siete campamentos y dos fortificaciones y con sus 60.000 hombres, entre legionarios y tropas auxiliares indígenas, pusieron cerco a los 4.000 hombres que defendían la ciudad.
Tan sólo una vez los numantinos burlaron el cerco, siendo un jefe, llamado Retógenes, el que salió de la ciudad acompañado por diez guerreros, a pedir ayuda a otras ciudades de su tribu.
No había posibilidad de salvación para Numancia, la ciudad se rindió el 6 de agosto del 133 a.C., tras quince meses de asedio y veinte de guerra (del 153 al 133 a.C.). El hambre había diezmado la población que, según la leyenda, se alimentó de carne humana. Muchos de sus moradores prefirieron poner fin a sus vidas y a las de sus familias antes de caer en manos romanas. El resto fueron tomados como esclavos y los romanos incendiaron sus casas y sembraron de sal sus campos para volverlos yermos.
Escipión Emiliano regresó a Roma rodeado de honores y un gran botín, su victoria le valió un nuevo apodo, Numantino. Su triunfo trajo una era de paz a Hispania que se mantuvo hasta el inicio de la guerra de Sertorio (82 a 72 a.C.).
Tras el posterior conflicto de las «Guerras Cántabras» (29 a 19 a.C.) la península acabó asumiendo totalmente la «romanización», perdiendo con ello sus primitivas raíces.
José Emilio Roldán Pascual